Pasar de la culpa al cambio no es un acto noble ni luminoso: es un gesto brutal de supervivencia.
La culpa ofrece algo cómodo, un culpable, una explicación, una narrativa donde todavía somos víctimas, pero también es una trampa inmóvil. Hablar de quién falló, quién llegó tarde, quién destruyó se vuelve una forma elegante de no hacer nada.
El cambio no exige perdón ni reconciliación: exige silencio.
Porque mientras se señala, el daño sigue ocurriendo. El cambio empieza cuando se acepta una verdad incómoda: aunque no hayas sido el responsable, ahora eres el único que carga con las consecuencias. Nadie vendrá a compensarte por lo perdido.
El cambio, entonces, no nace de la esperanza sino del agotamiento. De entender que quedarse en la culpa es seguir sangrando por una herida que ya no sorprende a nadie.
“Stop, stop talkin ‘bout who’s to blame
But all that counts is how to change”“Deja, deja de hablar de quién tiene la culpa,
porque lo único que importa es cómo cambiar”
Es parte de la letra de “Born of Frustation” de James. La canción fue el segundo sencillo del álbum Seven, lanzado un par de semanas antes del propio álbum.
Con más de cinco minutos de duración y un canto tirolés de Tim y un estribillo «la, la, la, la» que provocó comparaciones con “Don’t You Forget About Me” de Simple Minds, fue la única canción que, según la crítica, justificaba todas las acusaciones de rock de estadio que se le lanzaron a la banda en aquel momento.
Fue el cambio de música indie de James a un sonido más ambicioso.
Tuve la oportunidad de ver a James en vivo el pasado 17 de noviembre en el último día del Corona Capital. Cuando Tim Booth la cantaba me dio tristeza y luego mucha risa ver por accidente el teléfono de una de las asistentes que escribía a un tal “Tostado” una confesión “Y, para colmo, ahora soportando una pinche banda de Manchester”.
Ironías: Tim Booth no canta desde la arrogancia ni desde la épica del éxito, sino desde la confusión, la culpa, la frustración y la necesidad de cambio. Sus letras no prometen redención fácil; plantean que el malestar es parte estructural de estar vivo.
En un panorama musical obsesionado con la juventud, la fama o la ironía, James ofrece algo más incómodo y duradero: canciones que no envejecen bien porque nunca fueron jóvenes del todo.
¿Y atreverse a cambiar?
Cambiar implica renunciar al derecho de quejarse, aceptar que no habrá justicia poética ni reparación proporcional.
Es moverse sin aplausos, sin garantías, incluso sin convicción. No porque creas que las cosas mejorarán, sino porque permanecer donde estás garantiza que empeorarán.
El cambio no redime: solo evita que el daño se vuelva permanente. Y a veces, eso es lo único que queda.
Cambiar sin hipocresía es quizá una de las tareas más incómodas que existen, porque exige renunciar a la coartada favorita del ser humano: el relato que nos absuelve. Un cambio sin hipocresía no se anuncia ni se presume; ocurre en lo que se pierde.
Se nota cuando hay consecuencias reales: cuando se rompen comodidades, cuando se decepciona a otros, cuando se abandona una identidad que ya no sirve. Es cruel porque no ofrece redención inmediata ni aplausos, y real porque no garantiza nada a cambio.
