La noche en que Robert Johnson desapareció del mapa, el sur de Estados Unidos ya sabía escuchar el silencio. No fue un silencio cualquiera, sino uno espeso, cargado de polvo, alcohol barato y superstición.

La leyenda dice que Johnson era un guitarrista mediocre, apenas capaz de sostener una melodía sin que se le escapara de las manos. Humillado, se perdió durante meses entre caminos rurales y pueblos sin nombre, hasta llegar a un cruce de caminos a medianoche.

Ahí, bajo una luna enferma, un hombre alto, demasiado elegante para ese lugar, tomó su guitarra, la afinó con calma y se la devolvió. A cambio, pidió su alma… era el diablo en persona. No hubo testigos, pero al regresar, Johnson tocaba como si algo no humano habitara sus dedos: el blues ya no era música, era condena.

La singularidad de la forma de tocar de Robert Johnson residía en una técnica extraordinariamente avanzada para su época, que creaba la ilusión de que varios músicos tocaban al mismo tiempo. Johnson desarrolló una polifonía compleja mediante el fingerpicking, separando bajos constantes con el pulgar y melodías o acordes con los dedos agudos, lo que permitía que una sola guitarra sonara como una banda completa de blues.

Además, adaptó patrones rítmicos del boogie-woogie pianístico a la guitarra, estableciendo riffs que se volverían fundamentales para el blues y el rock. Su uso del slide metálico y de afinaciones abiertas definió un timbre vocal y expresivo único, mientras que su manejo irregular del tiempo rompía con la rigidez del blues tradicional y aportaba una sensación orgánica e impredecible.

El músico sumo datos a su propia leyenda con canciones que “confesaban” ese pacto como “Cross Road Blues”, “Hellhound on My Trail”, “Me and the Devil Blues” dice:

“Early this morningWhen you knocked upon my doorEarly this morning oohWhen you knocked upon my doorAnd I said, ‘Hello Satan’‘I believe it’s time to go’
Me and the DevilWas walkin’ side by sideMe and the Devil, oohWas walkin’ side by side”

(Temprano esta mañana,
cuando llamaste a mi puerta,
temprano esta mañana, oh,
cuando llamaste a mi puerta.
Y yo dije: “Hola, Satanás,
creo que es hora de irnos”.

El Diablo y yo
caminábamos lado a lado.
El Diablo y yo, oh,
caminábamos lado a lado)

Johnson cantaba como quien sabe que el tiempo es breve y la deuda impagable. No hablaba del diablo como figura simbólica, sino como presencia cotidiana, como sombra que respira detrás de la espalda.

Tocaba en bares, en esquinas, en habitaciones donde la noche parecía no terminar nunca, y cada acorde era una cuenta regresiva… como él lo describe.

Murió joven, a los 27 años, en circunstancias tan oscuras como su propia leyenda: veneno, celos, venganza. Nadie lo sabe con certeza. No hay tumba clara, no hay acta definitiva, solo rumores. Como si el pacto incluyera también la desaparición.

Pero su influencia sobrevivió a la carne: décadas después, guitarristas blancos, eléctricos, modernos repetirían sus acordes como rezos profanos.

“Él es el músico de blues más importante que jamás haya existido”, dijo Eric Clapton sobre el guitarrista.

La leyenda del pacto no persiste porque sea literal, sino porque es brutalmente honesta. Habla de lo que cuesta sobresalir, de lo que se sacrifica cuando se desea algo con demasiada hambre.

Robert Johnson no vendió su alma en un cruce de caminos: la fue entregando canción por canción, noche tras noche, hasta quedarse sin nada.

Y por eso su música sigue sonando como una advertencia antigua: no todo genio nace del cielo; algunos emergen del barro, del miedo y de un acuerdo que nadie debería aceptar, pero muchos estarían dispuestos a firmar.

¿Cuántas oraciones estamos dispuestos a robar para negar a Dios?

 

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