Uno no recuerda exactamente cuándo escuchó “The Killing Moon” por primera vez. No importa si fue en un bar medio vacío, en una película que ya no puedes volver a ver igual, o en una noche cualquiera al buscar canciones sin saber qué estabas buscando. Lo que importa es que cuando llega, cuando realmente llega, uno siente que la canción ya estaba ahí desde antes. Esperando.

“Fate, up against your will / Through the thick and thin / He will wait until / You give yourself to him…”

(“El destino, contra tu voluntad / A través de todo / Él esperará / Hasta que te entregues a él…”)

No es una advertencia. Es un hecho. Lo que hace tan poderosa a esta canción no es lo que dice, sino la forma en que lo acepta. No hay batalla, no hay gritos, no hay drama. Sólo esa voz, la de Ian McCulloch, que no discute con el destino. Lo mira a los ojos y asiente.

Echo & the Bunnymen nacieron en Liverpool en 1978, en los márgenes del punk, pero desde el primer acorde dejaron claro que lo suyo era otra cosa. Más elegante, más oscura, más lenta. Tenían el impulso de Joy Division, pero con un instinto melódico distinto: menos rabioso, más contenido. Como si todo doliera, pero a cámara lenta.

Su tercer disco, Ocean Rain (1984), fue su momento más alto. Grabado con arreglos de cuerda en París, suena como una banda que por fin se atreve a hacer exactamente lo que tiene en la cabeza. Y “The Killing Moon”, el primer sencillo, no solo fue su cumbre: fue la canción que les dio forma. Que los definió.

“In starlit nights I saw you / So cruelly you kissed me…”

(“En noches estrelladas te vi / Tan cruelmente me besaste…”)

Hay algo bellísimo en cómo esta canción habla del amor sin pedirle nada. Porque no es una historia de romance: es una historia de destino. De saber que hay algo, o alguien,  que no puedes evitar. Que ya estaba escrito, y que no importa lo que hagas, igual vas a caminar hacia ello.

Musicalmente, no se luce, no explota. La guitarra de Will Sergeant es como niebla: no sabes cuándo entra, pero una vez dentro ya no ves nada igual. El bajo y la batería sostienen todo con una calma que no inquieta, pero tampoco tranquiliza. Y las cuerdas no adornan: sostienen el peso de todo lo que no se dice.

Echo & the Bunnymen nunca fueron una banda para todos. No quisieron serlo. Y quizá por eso siguen sonando tan vivos. No tuvieron la longevidad de otros, la muerte de Pete de Freitas, su baterista, en el 89, fue un golpe que no superaron del todo, pero dejaron lo suficiente. Lo esencial.

Y entre todo lo que dejaron, “The Killing Moon” sigue ahí. No suena vieja, ni moderna. Suena fuera del tiempo. Como si viniera de un lugar que no cambia. Como si alguien la hubiera escrito no para explicar el amor, sino para aceptar que no hay nada que explicar

 

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