 
									El piano entra sin prisa. Tres acordes, un respiro, una voz que no canta, sino que confía. “Tienes un amigo en mí.” No hay escenario, sólo una habitación abierta y una promesa que se dice sin dramatismo. Esa línea, tan breve, contiene más verdad que muchas historias completas. La escucho y pienso en ustedes, Citlalli y Cheque. En cómo, a veces, la amistad suena justo así: una frase sencilla sostenida por una melodía que no busca brillar, sólo quedarse cerca.
 Hay canciones que no explican, sólo acompañan. Esta lo hace sin exigir atención, como quien camina al lado sin preguntar demasiado. Cuando Randy Newman dice “tú tienes problemas, yo también los tengo”, no está ofreciendo consuelo; está trazando un pacto silencioso. La amistad real se parece a eso: no promete alivio, promete presencia. En ustedes encontré esa presencia. No hace falta que las cosas estén bien para que el vínculo sea claro.
Hay canciones que no explican, sólo acompañan. Esta lo hace sin exigir atención, como quien camina al lado sin preguntar demasiado. Cuando Randy Newman dice “tú tienes problemas, yo también los tengo”, no está ofreciendo consuelo; está trazando un pacto silencioso. La amistad real se parece a eso: no promete alivio, promete presencia. En ustedes encontré esa presencia. No hace falta que las cosas estén bien para que el vínculo sea claro.
La voz de Newman tiene una aspereza tierna. No pretende conmover, y quizá por eso conmueve tanto. En su tono hay una humanidad que no disfraza el cansancio ni el afecto. Cuando afirma “no hay nada que no haría por ti”, no suena a exageración, sino a verdad dicha sin énfasis. Con ustedes, las palabras también encuentran ese equilibrio: decir lo justo, lo necesario, sin ruido.
Pienso en la torpeza deliberada del piano, en cómo avanza, como si dudara de sí mismo. Cada nota parece tropezar, pero ninguna se detiene. Así es también la amistad: se sostiene aun cuando no encuentra la forma perfecta. Hemos tenido desacuerdos, pausas, silencios largos; pero incluso ahí, algo se mantiene vivo. Tal vez eso sea lo que Newman quiso decir cuando canta “nuestra amistad nunca morirá”. No porque sea eterna, sino porque lo esencial no se rompe, sólo cambia de forma.
 Esa canción, escrita para acompañar una historia de juguetes, terminó hablando de nosotros, los adultos que todavía creemos en la lealtad. La escucho y recuerdo momentos mínimos: la risa que aparece sin motivo, las palabras que alivian más de lo que parece, la sensación de que hay un lugar, pequeño, pero firme, donde uno puede descansar.
Esa canción, escrita para acompañar una historia de juguetes, terminó hablando de nosotros, los adultos que todavía creemos en la lealtad. La escucho y recuerdo momentos mínimos: la risa que aparece sin motivo, las palabras que alivian más de lo que parece, la sensación de que hay un lugar, pequeño, pero firme, donde uno puede descansar.
Hay gestos que no necesitan testigos. La amistad, cuando es verdadera, se construye en esas esquinas invisibles. En un mensaje a deshora, en una complicidad que no requiere explicación. “Tienes un amigo en mí” no es una promesa, es una constatación: algo que ya existe antes de que lo digamos.
Si alguna vez el camino se vuelve áspero o el cansancio se impone, recuerden lo que enseña esa melodía: siempre hay alguien dispuesto a caminar al mismo paso. No para empujar ni para guiar, sino para compartir el peso.
Citlalli, Cheque: en la música de esa canción reconozco lo que somos. Tres notas, una voz imperfecta, una lealtad que no necesita juramento. Lo repito, no como un estribillo, sino como una certeza que se queda en el aire: Tienen un amigo en mí.
