Mis padres hicieron un pacto: dormir con las manos entrelazadas para saber si uno o el otro dejaba de respirar. La decisión la tomaron un día después de que dieron positivo al covid-19, el 20 de agosto. Llevaban 10 días, según cálculos del médico, de haber sido infectados.
El pacto lo conocí a las 2:30 de la mañana del sábado 21 cuando ingresé a su habitación y noté que sus manos estaban unidas.
“Queremos saber si seguimos respirando”, expresó mi madre.
“No debes de preocuparte, hijo; el asunto de esta enfermedad es muy sencillo: respiras o dejas de respirar”, dijo mi padre, mientras la mano que no sostenía la de mi madre elevaba el pulgar en señal de aprobación.
El neumólogo que los diagnosticó días antes fue claro cuando vio el oxímetro:
“Sus padres deberían estar en el hospital y no dudo que lo necesiten, pero veo que caminan normalmente, que tienen un excelente sentido del humor. Que pasen su enfermedad en casa. Advierto que todo puede cambiar en segundos y complicarse”, dijo antes de otorgar una serie de medicamentos.
Del día 13 al 15 fue el más complicado para mi madre: su debilidad era evidente al grado de caerse, su tos no podía impulsar las flemas de sus pulmones y comenzó a lanzar algunas con sangre. El líquido hemático es normal ante los anticoagulantes que estaban tomando. Fueron dos días en que ella no pudo dormir ante los espasmos de su pulmón.
Para mi padre el día más complicado fue del día 15 al 17: las flemas se convirtieron en coágulos de entre 3 y 5 centímetros. Las noches de ambos se convirtieron en un horrido compás de tos. Es inevitable pensar en la imposibilidad de tener manos mágicas y limpiar sus pulmones ante el desgaste que ocasiona el virus.
La edad, la enfermedad desconocida, la paranoia y la noche estimulan la más cruel imaginación.
“Creo que no avanzo y no creo librar esto”, dijo mi padre la mañana del sábado 28. Sus labios tenían sangre seca, su mirada estaba perdida y el cansancio era demasiado. Irónicamente, en dos horas, los síntomas desaparecieron. A las 12:00 horas de ese día se encontraban en buenas condiciones, con hambre, ánimos. Era el día 18.
El neumólogo que los asistió observó un panorama positivo: los síntomas habían cedido y los siguientes días serían mejores.
No lo fueron. El “coletazo” del covid-19 en la mellada salud de mi madre llegaría con una reacción a un medicamento y un suero. Por su altísimo nivel de glucosa fue llevada al hospital de inmediato en el que pasaría 12 días. Al ser paciente del virus, aunque ya estaba en sus últimos días, fue ingresada a un área de cuidado intensivo.
Las palabras son de ella:
“El hospital es un lugar extraño porque no se sabe si es día o de noche, no hay noción del tiempo. Sabía que era de noche porque un enfermero gustaba de poner ‘México en la Piel” de Luis Miguel. Un hombre a mi lado gritaba cada que podía ‘Chinga tu madre covid’ lo llegué a apreciar pues era señal de que estábamos vivos.
“(…) Cuando tembló solo vi cómo se movían las cosas. Me extrañó que nadie gritara. Un camillero subió y me tomó de la mano para tranquilizarme. Me dijo que no había gritos porque mis compañeros de áreas estaban en coma inducido.
“(…) Cuando intuban a alguien suena como si estuvieran martilleando algo: vi cómo lo hacían con un joven como de 30 años con sobrepeso. Mi reconocimiento es para las enfermeras y enfermeros que le entran a todo. No los conocí porque medio veía sus rostros bañados en sudor”, fueron parte de la crónica de 12 días.
Hoy mi madre satura en 97 y mi padre en 90. Están en casa saben que el camino aún es largo. Su neumólogo tomó una foto del antes y después de la saturaciones bajas de ambos.
“Nadie podrá creer esta historia”, expresó antes de darlo de alta.
Las secuelas del covid-19 en ello siguen. Aún no sabemos las consecuencias finales. El virus hace ver de frente a la muerte, en su aspecto más desconocido e incertidumbre. Ella, la muerte, él, el virus … son huéspedes no invitados en nuestras vidas.
¿Ellos? Siguen con las manos entrelazadas… respirando.