
Komorebi (木漏れ日) es una palabra japonesa que no tiene una traducción exacta al español, pero describe algo muy específico y poético: el efecto de la luz del sol filtrándose a través de las hojas de los árboles.
En la cultura japonesa, komorebi simboliza la armonía entre la naturaleza, la luz y el paso del tiempo; también suele asociarse con momentos de calma, contemplación o belleza efímera. Komorebi describe un momento único, que es irrepetible, que no volverá más porque las hojas de los árboles jamás regalarán la misma imagen.
Es la última frase de “Perfect Days”, el nuevo filme de Wim Wenders. La película sigue la vida rutinaria de Hirayama, un hombre maduro que trabaja limpiando baños públicos en Tokio.
Vive de manera metódica y silenciosa: se levanta al amanecer, conduce y cuida la selección de su música en casetes, atiende su trabajo con esmero, alimenta su afición por los árboles (los fotografía), lee libros por las noches y se regala momentos simples de contemplación.
Tiene pocos vínculos emocionales y los que tiene lo hacen sonreír desde su sensibilidad tras el silencio. Los años pasan y la soledad, junto con el paso del tiempo, vuelven valiosos todos los momentos y pequeños gestos.
Y es que la vida nos ofrece una paradoja muy específica: mientras envejecemos, raramente nos percatamos de ello: la sensación ineludible de que nunca hemos crecido. En mi caso todo acompañado de música como el protagonista que se niega a dejar sus casetes.
“Song for an Eternal Child”, el segundo video musical del álbum DRAMA de Marty Friedman refleja este fenómeno que nos resulta familiar a muchos: vivir en el momento eterno de no envejecer nunca hasta que nuestro cuerpo así lo avise.
“Ese mismo niño inocente y de ojos asombrados que fuimos hace años, maravillado al descubrir cada cosa sobre la vida, es exactamente quien seguimos siendo incluso ahora, y probablemente seguiremos siéndolo siempre”, explica el músico sobre su canción.
La frase “la sensación ineludible de que nunca hemos crecido” y el término Komorebi comparten una raíz emocional común: ambos evocan una conexión profunda con la infancia interior y la capacidad de asombro.
Komorebi describe ese instante en que la luz del sol se filtra entre las hojas y genera una belleza frágil, momentánea, casi mágica. Es un fenómeno cotidiano, pero que sólo conmueve a quien conserva la mirada del niño que aún sabe maravillarse ante lo simple.
Esa misma mirada es la que sugiere la frase: aunque el tiempo avance, una parte de nosotros permanece intacta, observando el mundo con la misma inocencia y curiosidad de antes.
Así, komorebi puede verse como una metáfora luminosa de esa sensación de no haber crecido del todo.
Seguimos siendo, en lo más profundo, los mismos seres que se detienen ante un destello o una sombra y sienten que, por un instante, la vida vuelve a tener el mismo misterio que en la infancia.
A veces vale la pena asombrarnos.