“Deberías de ver el concierto de Knebworth, lo están pasando en el canal 5”, me sugirió al salir de la escuela.

“La verdad no creo que me guste”, me anticipé en uno de mis mejores prejuicios.

“O compra los discos, toca Paul McCartney en algún momento”, expresó a sabiendas de que la mención de uno de los integrantes de los Fab Four me haría interesarme.

En aquellos días estaba ensimismado en la música de la década de los sesenta. Luego de The Beatles, el mundo musical se había focalizado a la década que los había visto desarrollarse: Chubby Checker,  The Box Tops, Gerry & The Pacemakers, The Turtles, The Tremeloes, The Troggs y una larga serie de grupos que dieron armonía inocente a esos años.

Con una década para escuchar, y de la cual llevaba menos de cinco años de jornada, la música de 1990 no me interesaba mucho.  Mi amigo de la secundaria, Raúl Becerril Fabela, fue quien lanzó el consejo de ver el concierto de Knebworth.

Raúl y yo nos habíamos conocido en la secundaria y el inicio de la amistad habían sido nuestras calificaciones. En ese tiempo, en la mejor discriminación de las autoridades educativas, los mejores promedios iban adelante y los peores en la parte trasera del salón. Nuestras calificaciones nos encontraron como compañeros de banca… en alguna parte del aula.

La amistad surgió, para variar, por la música. Comenzó a frecuentar mi casa para grabar casetes, mis papás, a la fecha, lo identifican por una mochila que parecía estar tatuada a su espalda de color verde y azul. Luego llegó el consejo que deseché al principio. La conclusión fue cuando me acompañó a comprar el famoso “Knebworth: The Album”.

Los dos discos de vinyl recopilaban un concierto dado el 30 de junio de 1990 cerca de Knebworth House, las ganancias se destinarían para la Fundación Nordoff-Robbins que ofrece hasta la fecha terapias para niños con discapacidades físicas y psicológicas.

La fascinación por el álbum fue inmediata y mi entrada a bandas y solistas consolidados en el tiempo: Pink Floyd, Dire Straits, Genesis, Robert Plant, Eric Clapton y una de las introducciones más bellas a música nueva “Everybody Wants to Rule The World” de Tears for Fears. Nunca pude, y me arrepiento, de observar el concierto completo por televisión. Llegarían versiones pero nunca completas.

En la interpretación del concierto, la canción comienza con el sonido de un teclado mientras una batería comienza a explotar en lo que ingresan la voz de Curt Smith y la guitarra de Roland Orzabal. Me llamó la atención su forma de vestir, la gran cantidad de personas en un solo lugar,  lo divertido de la interpretación y lo nuevo, de todo, en todos en cada parte. Lejos, muy lejos de la década de los sesenta.

La canción es un síncope constante. Desafía por su elegancia, seduce por su fineza y es brusca por su alegría que es al mismo tiempo incertidumbre. Es un suspendo permanente.

Años después me enteré de que “Everybody Wants to Rule The World” fue escrita a finales de la Guerra Fría, que tenía referencias de “1984”, el libro de George Orwell; y que la canción era un lamento muy peculiar por la pérdida de control y las consecuencias de esa enfermedad llamada poder. La seducción es poder pero una invitación a la ceguera.

En la grabación original las letras decían “everybody wants to go to war”. La canción original puede encontrarse en el álbum “Songs from the Big Chair” de 1985 y fue el noveno sencillo del grupo que, al principio, no quería grabarla por considerarla una canción menor. Llegó el número 1 del Billboard Hot 100.

“Bienvenido a tu vida, no hay vuelta atrás (…) es mi propio diseño, es mi propio remordimiento, ayúdame a decidir, ayúdame a aprovechar al máximo de libertad y placer, nada dura para siempre, todo el mundo quiere gobernar el mundo”, dice la letra del grupo que basó su lírica en la psicología.

Tears for Fears llegaría a mí de nuevo en 1994 con una historia nueva. El grupo se mantiene y ha producido poco en los últimos años.  Gobernar el mundo sigue siendo un anhelo a voces escondidas y públicas… la llave para que el silencio grite son espacios de conocimiento, la música la proporciona. Cuando escucho “Everybody Wants to Rule The World” sigue siendo un desafíó a buscar más y agradecer en la añoranza lo que me proporcionó.

Raúl y yo seguimos siendo amigos en lo esporádico que permite la vida. A veces disfrutamos un trago o un cigarrillo. Hay un plan pendiente de sentarnos, durante lo que el tiempo permita, y  poner una canción tras otra. Estoy seguro de que me dará un consejo de nueva música.

En la música, en ese instante de éxtasis agónico,  cada uno gobierna al mundo en un novel principio. Todo sueño es infinito.

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